jueves, 20 de agosto de 2009

1:1.000.000

Se miró en sus ojos, y tras una pausa musitó, con voz de alma:

―Amor, ¿tú me entiendes, verdad?

martes, 23 de junio de 2009

Patio de Luz


Mi patio es nada, y está vacío de ella: por eso me es tan sabroso, y porque sólo desde mi casa existe acceso completo; porque a los visitantes –no entiendo por qué– nunca se les enseña, a pesar de que se entra fácilmente por una puerta de cristales opacos e indiferentes a las revistas de decoración; me gusta porque no sé realmente por qué me gusta, y porque allí guardo un par de discos de freno, trocitos de una bici vieja, y cosas como esta.

Hay varias formas de llamar a este tipo de espacios: patio, patio interior…Una bellísima es «patio de luces», pero él mismo me susurra que esta expresión sólo sirve para las noches, en que falta el sol, y el patio se llena de muchos de esos pequeños ladrones de sombras que se llaman bombillas; que de día, con el sol, el patio es un «patio de luz».

Esparcidos por el suelo, cachivaches, piedrecitas inexplicables, pinzas de la ropa (y de colores), muelles de esas pinzas de colores, mugre, calcetines caídos como ángeles tentados por la gravedad, y algún que otro trapo viejo que huyó de la eficacia de los abrasivos, de los limpia-cristales, incluso de los protectores para madera, y que pasa los días mirando al cielo –curioso aldeano condenado a un cielo de celuloide– sin querer elaborar una teoría, ni un refrán, sólo sonriendo a los viavolantes bajo sus gafas de sol, y su gorra descolorida de propaganda.

Hacia arriba, por las cuatro paredes, decenas de ventanas que se asoman a las nubes aupándose unas a otras, como niños cuando, para ver sin pagar, se suben uno en los hombros del otro, que dice sin cesar «qué hay; qué pasa; cuéntame; ¿no me digas?; venga ya, hombre». Así, las ventanas se van aupando para pasarse, de arriba hacia abajo, mensajes espléndidos que explican el cielo visto por la que tuvo la suerte –por estar más alta– de tener ojos mejores. En las tardes de verano, he llegado a oír cómo las ventanas del séptimo les enseñan a las demás, palabras como nube, pájaro, avión, alma, locura, viento…

Y hay tendederos, muchos tendederos que atraviesan con sus cuerdas el patio, atestados a veces de ropa de montones de tamaños, formas y colores, que penden de ellos, como castigados por mamá por mojarse la ropa de los domingos con la manguera del jardín. Cada tendedero tiene su función, y están muy bien organizados: los más llamativos son esos dos o tres (nunca he querido saber cuántos) cuyas poleas chirrían con el uso, que tienen la función de «portavoces de patio». No es fácil la tarea de portavoces, pues avisan a la comunidad de que el patio, como Teruel, existe, y necesita ser tratado como Dios manda. Hace un año, las poleas consiguieron una mano de pintura blanca, que convirtió al patio en un vestido de novia a mediodía. No respondo de mis actos el día que el lubricante en spray selle los labios del patio y lo haga indiferente para todos, y para siempre. El patio nunca se olvida de la comunidad, y se encarga abnegadamente de sacar de las casas las luces de las ventanas, y de meter en ellas la luz del sol y un pedazo de cielo, así como de otras tareas menores, como reverberar frases entrecortadas que se escapan por la ventana abierta, el pescado al freírse, los taladros de las reformas, el sonido de la radio, la razón de ser de los cotillas…

Todo en él es discreto; no ocurre como con la fachada que da a la calle, que no para de quejarse y de llamar la atención, y si no se le hace caso, deja que se desprenda un trozo de cornisa, para que vengan la policía y los bomberos a poner de vuelta y media al presidente de la comunidad con su «Vd. no se entera de que conduce un edificio que es un peligro público, que con Vd. no hay quién disfrute de la familia, que se le puede caer a Vd. el pelo…». Es como una falsa y física belleza, porque si alguien admira el edificio la ha de tener inevitablemente en cuenta; porque sus ventanas se saben el cielo de memoria, pero no lo entienden, porque nadie se lo ha explicado nunca; y no se miran nunca unas a otras, ni se cuentan cosas, ni hablan –excepto para maldecir– de los pájaros o de los astros. Porque, salvo una cinta de cassette, sólo cuelgan de ella banderas o manifiestos, quizá un cartel se “Se Alquila”, o un muñeco de Papá Noel, todo cosas para mostrar algo, y nunca mostrarse a sí misma. En el fondo, la fachada principal es igual de corriente que el patio interior, pero escondida por unas cuantas capas de maquillaje arquitectónico; no es como el patio, que además de hacer las mismas cosas que ella hace, discretamente, sólo con el ruido de las poleas, hace muchas más, y apenas pide cuentas a nadie, y sus ventanas se miran (y se hablan) unas a otras, y allí todo el mundo es querido porque sí –también los que parecen estar fuera de sitio–, y todo lo que ocurre se comprende y queda en casa.

martes, 13 de enero de 2009

Migala

Permitid la interrupción. Pensé que Migala era lo más apropiado para explicarme cuando digo "que".
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martes, 30 de diciembre de 2008

Clips

A Magic, con latido.


Un clip no es un clip. Un clip dejará de serlo tras estos garabatos en dirección contraria. Si aún quieres ser de los que piensan que un clip es una de esas autopistas metálicas que abrazan –como un prendedor– los cabellos que se te caen con cada página que escribes, no sigas leyendo; pues ya nunca volverá ese pequeño alambre extraño, plateado o de colores despistadamente infantiles, que apretuja las orejas de las hojas una contra otra, prestando al conjunto unas pretendidas pretensiones. Si quieres que deje de ser esa pinza-niña caprichosa que, de tanto darse vueltas, impide que tus pensamientos vuelen, subidos a páginas libres, por favor: no sigas.

Los síntomas de esta curiosa enfermedad son sencillos: casi siempre sucede en la calle; el paseo hacia el trabajo, para respirar aposta, o para comprar unos profiteroles (y comerte alguno por el camino) para tu tiíta enferma, son motivo suficiente para que un clip deje de ser un clip. Es ahí, cuando vas camino de algo que te han dicho que se llama alguna parte cuando, sin quererlo, sin que salieses para eso, en los dibujos que adornan los adoquines, o entre dos grietas de cualquier pedazo de asfalto, aparece un clip huérfano, como un viejo amigo con quien no acabaron bien las cosas. Y te das cuenta: «Anda, un clip…». Ya estás contagiado. No hay vuelta atrás. Ahora, cada vez que no lo intentes aparecerá un clip, y te saludará en una sonrisa apretada, levantando un poco las cejas. Con tu burocracia mental tratarás de volver desesperadamente a tu colección de mariposas azules en tubos de ensayo; al consuelo que necesita tu edad cansada; a los lunes, la ergonomía y los papeles; a la razón que tiene tu mujer cuando dice que te sobran unos kilos, o que en los baremos de humor que maneja tu suegra, el regalo que le hiciste no era gracioso… Pero será imposible: ha pasado un clip, y lo has visto.

Antes de que intentes recordar la dirección de aquel compañero de instituto, ahora psiquiatra, te ofrezco otra solución. No te agobies: es una cura sin resquemor. Como bien dices, es sólo un clip “inoportuno”, pero si sabes ver más allá, no será una patología que ofusque tu inteligencia y dé sustento a curanderos mentales. Será como oler el guiso de la abuela, y comértelo frente a su mirada sonriente y rugosa; o un cómplice entre la ausencia de saludos que la ciudad impuso como primera ley; un libro de tu misma colección; una ignorancia trocada en magia. Sigue sus cerradas curvas desde fuera hasta dentro, y respira: ¿Por qué tan mal, tan sordo, tan no sé, tan amorfo y feo?; el clip está ahí para responderte, con su larga nariz de porra, y pintar de tu color favorito esa mañana, ese día que quien diseñó los calendarios quiso tozudamente pintar de negro.

jueves, 27 de noviembre de 2008

La opulencia verde de la coma (de cómo el autor busca refugio en ella)


La coma(coma) es un elemento de puntuación(coma) que tiene sus dificultades(coma) sus pequeñas manías(coma) y algún que otro calcetín roto en su alcoba. No sé si te has fijado(coma) pero la coma(coma) con su discreto andar (como de ruido de zapatillas a cuadros)(coma) es sobre todo un salvavidas gratuito. Un punto como el que acabo de escribir cuesta muchos(coma) o al menos varios pensamientos [el punto es como el IRPF(coma) pero en escritura](coma) pero una coma(coma) caray(coma) es(coma) no sé(coma) es verte libre de compromisos(coma) porque una coma no cierra(coma) ni abre tampoco; una coma sólo hace más llevadero el texto(coma) como un caramelo en una sala de espera. Por buscar una comparación con pretensiones más sesudas(coma) las comas son como el perejil(coma) que en las pescaderías y carnicerías te regalan los tenderos amables(coma) sólo por comprar otra cosa. Desde entonces(coma) el perejil aporta unos minutos de color a vinagretas(coma) patatas guisadas(coma) y cosas por el estilo(coma) que sin él se volverían como postales del desierto de Arizona.

Pero lo que todos los profesores de literatura del planeta explican siempre sobre la coma es que es un sitio en el que hemos de pararnos(coma) tomar aire(coma) dejar que el texto emborrache nuestro cerebro por un instante(coma) que es siempre más corto que los demás instantes si lo que se lee agrada; o tomar aire para soportar otra andanada de palabras como hipotecas(coma) si el texto no lo hace. Y además de respiradero(coma) la coma es tragaluz(coma) que aporta color a lo que ilumina. Y todo esto es lo que ha motivado semejante exposición: en mi texto faltan tragaluces: llené el cuarto de bombillas(coma) pero todas acabaron por fundirse; entonces me compré una lámpara halógena(coma) pero no era el sol; quería ser el sol(coma) pero era sólo un pequeño ladrón de sombras. Así pues(coma) no volveré a escribir hasta que encuentre un tragaluz. No es un «volveré» al estilo de Terminator; es un: volveré y terminaré este pensamiento.

Hasta luego.

martes, 7 de octubre de 2008

Toda la mentira sobre el Colegio Mayor Peñafiel




Damas y caballeros: arrellánense un poco más en sus butacas de aéreo terciopelo. Que todos los miopes se quiten las gafas, y las presten por un momento a los de ojos sanos, a fin de que todos veamos torcido y borroso, lo que antes estaba nítido y claro, con sus aristas –y sus ángulos– perfectamente dibujados. Voy a contar la mentira más cierta de la historia, porque consta en la historia la verdad más falsa jamás contada. Ya conocen ustedes este mundo: la fuerza de gravedad son 9.8 Newton de sinestesia; de sinestesia sin anestesia.

Llegué una tarde de calor, con mi mula peluda y el alma desnuda «de asfalto y de bibliografía». Una maleta pequeña, de vagabundo, en la que al partir me cupieron sólo cuatro cosas: un «pa’ volar, volar. Y dejarse de andares/ Eso pa’ los aviones, que más que ruido no hacen», que me dio mi padre, metido en los bolsillos del aire; diecisiete atardeceres sobre el mar, en una cajita de arce; unos compases de Satie metidos sin intención en el diafragma; y en una pitillera acerada, la sonrisa de mi madre. Hoy me tuve que comprar una maleta más grande, porque vuelo a diario junto a mi padre, veo el mar en los ladrillos, charlo con Satie cuando muere la tarde, y cuando veo que nadie me mira, sonrío como mi madre. Viví tan mal como los Ángeles, y tan bien como los mártires. Viviré peor ayer, de lo que viví mañana. Viví, en definitiva, como me dio la gana. Puedo ser un hijo puta, pero mi madre es una santa; puedo ser un ciego egoísta, pero lo que doy… Lo que doy no me lo quita nadie.

Y aprendí: sobre todo aprendí. Aprendí que no soy sólo un DNI, a Dios gracias; que la libertad no tiene más misterio que ser libre. Que los puños sólo son algo que sostiene los codos; y que la frivolidad no es otra cosa que los domingos sin los lunes. Aprendí también que el hombre no se entiende estudiando el cáncer; que se pueden limpiar suelos con jirones del alma, con jirones de cielo, silenciosos: gracias. Que la culpa de la tormenta no la tiene el cielo: la tienen, si acaso, las nubes. Aprendí a tener pánico a amar con miedo, y a darme cuenta de que risa y llanto son en realidad una misma cosa. Y podría seguir contando, pero a partir de aquí son todo cosas buenas, que no merece la pena contar.

Y podrán ustedes decir: “muy bonito, pero seguro que no es oro todo lo que reluce”, y les doy la razón: el verdadero oro carece de brillo; eso, también lo aprendí en Peñafiel. No sé dónde estaré cuando vengan por mí, pero al que venga a buscarme le enseñaré orgulloso, como se enseña una condecoración, aquellos fugacísimos 94.608.000 segundos gastados entre aquellas paredes. Noventa y cuatro millones de segundos vividos de la mano de unos nombres y apellidos gigantes, surcando entre risas –entre muchas risas–, el océano infinito de mis pies en el suelo.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Y el cimiento era sólo ceniza


Han comenzado las clases, y de nuevo el despertador trae bajo el brazo las ancianas siete de la mañana. Inclemencia. Vuelvo a proponer ante el respetable un cambio en el reparto: "quisiera por un día cambiar mi papel por el de mi pijama, y que hoy sea él quien acuda al trabajo, quedándome yo, como él hace, todo el día bajo la almohada". Más inclemencia: con todo-nadie esperando en la puerta no hay manera.

La cazadora comienza a sacudirse las escamas de armario, pero será insoportable a la hora de volver a casa. El entretiempo es la tibieza "ex indumentis".

La calle me restrega por su cuerpo: hoy paso a formar parte de los que se dejan acariciar por ella porque tienen un sitio al que ir; hoy salgo a la calle y el reloj, tras tres meses, vuelve a condenarme con su ángulo recto: son las nueve del primer día, y ya llego tarde; ese ángulo recto que mira al frente, y para algunos supone objetivos claros, mañanas límpidas con fines que casi se tocan con los dedos. Yo sólo veo el momento siguiente, en que empieza a torcerse y torcerse como la corteza del árbol cuando se seca.

Ladrillo: esa es la definición más completa de mi lugar de trabajo. Al doctor se le escurre una tilde entre los dedos, justo en el momento en el que hace un aparte en sus modelos de perfección (en el plano, sólo en el plano), y concede un minuto a la ortografía. Vaya por Dios: nos ha vendido su doctora excelencia un bocadillo relleno de pan y en mi zurrón ya no hay sitio para otro de estos ejemplares.

Y, continuo, se aparece, como una publicidad agresiva, un pensamiento: hace cuatro días salí del mar; este sitio ya me ha secado la piel, y acabará por secarme los ojos, que ya me pican por la falta de sal. Y maldigo el día que me até a la cintura el camino, y maldigo las curvas de utilidad, y sólo me explico en lo que ellos llaman inútil.

Pero también tengo peros, y es curioso, porque son los peros los que me sostienen: me queda el burro que me trajo del mar; me quedan algunos compases de Satie; me quedas tú, y con eso se alivian los cardenales que en mi cintura ha hecho el camino.

Y me queda Robe Iniesta:

Se rompió la cadena
que ataba el reloj a las horas.
Se paró el aguacero,
ahora somos, flotando, dos gotas.
Agarrado un momento a la cola del viento
me siento mejor.
Me olvidé de poner en el suelo los pies,
y me siento mejor.
Volar, volar...